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  • 28 Agosto, 2021
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Porque corro

 corro

 

 Todo empezó una fría mañana del mes de agosto de 1964. Ese día amaneció nublado y ventoso, pero hacía rato que quería empezar a entrenarme con más constancia porque se aproximaban las olimpíadas estudiantiles y, como siempre me había destacado en el colegio en pruebas de velocidad y resistencia, me incluyeron en el equipo de atletismo; claro, en ese entonces tenía dieciséis años, era joven, me sobraban energías y me preocupaban pocas cosas.

Siempre corrí y corrí y sigo corriendo y espero seguir haciéndolo. En este mes de agosto se cumplieron 57 años desde que empecé a correr y con los largos 73 años que tengo ya llevo recorridos 167.476 kilómetros.

Somos cientos los tucumanos que cada día recorremos los caminos, rutas y senderos de la provincia buscando la felicidad que nos da el devorar kilómetros. Sabemos también que en el resto del mundo hay miles y millones de corredores que están buscando lo mismo que nosotros.

Correr es un cable invisible que me conecta con el mundo o me libera hacia esos universos, desconocidos e infinitos, que viven dentro mío. Correr será siempre, para mí, una pasión interminable.

Solo basta con calzarme las zapatillas para sentirme vivo porque mi naturaleza no me deja permanecer quieto, porque me gusta transpirar y sentir el placer (a veces el dolor, también) que me brinda cada paso que doy. Esa satisfacción que me produce una sensación única, de total libertad, impulsado solo por el deseo irrefrenable de sumar kilómetros, se convierte en una sensación de bienestar que se me hace difícil redactar en palabras.

Las carreras, algunas largas y extenuantes, me dieron una excelente calidad de vida, al aire libre, con sol o lluvia, calor o frío, sin enfermedades y con mucha energía que se iba acumulando junto con la cantidad de kilómetros que recorría: en las calles, senderos, rutas, en los cerros o en las llanuras, donde sea que me llevara mi actividad como geólogo.

Correr será, eternamente, mi necesidad vital. En ese andar, hay momentos en que mis pies golpean el suelo en una sucesión rítmica donde el trotar fluye naturalmente, casi sin darme cuenta, y hay otros en que la lucha interior es dura y porfiada. Pero al final, cuando termino cada carrera siempre me invade esa profunda sensación de haberme superado a mí mismo, e íntimamente, en silencio, me lleno de regocijo por haber alcanzado el objetivo que me había propuesto.

Correr es mi forma particular de meditación. Cuando estoy corriendo me doy cuenta que mis pensamientos se vuelven más naturales y positivos y me siento más creativo.

No es que cuando salgo a correr corro y ya está. Todo forma parte de un ritual: me pongo la ropa, las zapatillas y el reloj, al principio estiro lentamente mi cuerpo, salgo a la calle y doy unos pasos tranquilos, lentos, mientras me dejo invadir por pensamientos positivos.
Nunca me dejo influenciar por el clima, la hora del día, el cansancio que pueda tener, ni la gente que me rodea. Mi consciencia simplemente lanza la idea y es mi cuerpo el que toma el mando y el resto del tiempo que estoy corriendo me dedico a crear un mundo propio donde me sumerjo mientras doy rienda suelta a mi pasión.

Voy a continuar gastando zapatillas, voy a correr hasta que mi cuerpo me diga basta, voy a correr hasta que me alcance la muerte, y luego voy a continuar haciéndolo. Y cuando el tiempo pase, estés corriendo y sientas que te golpea un fuerte viento o una brisa suave podrás pensar, sin temor a equivocarte: “ahí va Leyenda, corriendo otra vez”.

Porque correr no es solo algo que me hace bien o una especie de filosofía de vida, sino porque correr se convirtió, desde tiempos remotos, en mi única y sagrada religión.

Miguel Gianfrancisco, corredor.

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